Un monje andariego encontró, en uno de sus viajes, una
piedra preciosa y la guardó en una bolsa. Un día se encontró con un viajero y,
al abrir su bolsa para compartir con él sus provisiones, el viajero vio la
piedra y se la pidió. El monje se la dio sin más; el viajero le dio las gracias
y marchó lleno de gozo por aquel regalo inesperado, que bastaría para darle
riqueza y seguridad por el resto de sus días.
Sin embargo, pocos días después,
volvió en busca del monje mendicante, lo encontró y le suplicó:
-Ahora te pido que me dés algo mucho más valioso que
esta joya: dame, por favor, el sentimiento que te permitió regalármela.
Una vez más, la acción directa supera la
más compleja explicación.
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